El oficio de lavandera es uno de las actividades tradicionales y rutinarias de la mujer que, desde tiempos remotos fue una necesidad indispensable para mantener, por una parte, las prendas de vestir del grupo familiar, personal. Y, como se verá -en la historia- un oficio necesario y remunerado como servicio a terceros.
Un oficio tan noble como el que más, fue motivo de inspiración de destacados pintores, escultores. La obra más cercana con esa temática es el óleo del pintor alemán Mauricio Rugendas (que permaneció en Chile entre 1834-1844) quien se inspiró y pintó “El Huaso y la Lavandera”, cuadro que reproducimos en el interior de la ilustración principal (de la artista y profesional pichilemina Alejandra Vargas Soto).
Quisimos incluir en este proyecto de “Historia Virtual de Pichilemu” a miles de mujeres, incluidas nuestras madres (que al menos, tuvieron que lavar nuestros pañales) y, particularmente a decenas de lavanderas de nuestra comuna. A varias conocimos y a otras tantas que, supimos se dedicaron a esa noble actividad de sustento familiar.
Cada una con una modesta artesa, con agua, jabón y premunidas de escobillas de curagüilla. Y, muy cerca -en una hornilla- con un tarro haciendo hervir la ropa blanca, para despercudirla con jabón Popeye o Gringuito, según recordamos. Ahí, en la artesa dale que dale con la escobilla sacando la mugre, manchas y toda clase de fluidos.
Las recordamos a todas como un modesto homenaje y reconocimiento póstumo a su labor. Entre ellas, las hermanas Elcira “Chilita” y Carmen Vargas de Pueblo de Viudas; y Aída Rosa Becerra Arraño, de la Quebrada Nuevo Reino, por dar algunos nombres más frescos en la memoria.
También, la señora Victoria “Toyita” Jorquera (madre de Jorge González Jorquera), y la señora Eugenia Vargas de Carreño, en el sector El Llano, en la calle José Joaquín Pérez, a una cuadra y media del estadio municipal. La que, durante un tiempo lavaba la indumentaria deportiva del Club “Independiente”, en sus primeros años de vida.
Cómo olvidarlas cuando, al cabo de unos cuatro o cinco días -tras retirar la ropa- regresaban con ella límpida, resplandeciente y planchada. Para ello, ordenaban las piezas, ya sábanas, fundas, prendas varias de vestir de hombre y mujer, las envolvían en un paño hecho de saco harinero, amarraban sus cuatro puntas y a la cabeza se ha dicho. Más otros bultos en sus manos con prendas más chicas, atravesaban los terrenos eriazos desde Pueblo de Viudas hacia Pichilemu -unos tres kilómetros más o menos- buscando acortar distancias hasta su destino.
Para ello, debían bajar al estero que corre por la Quebrada El León y que surte de agua a la laguna El Bajel, atravesarlo por sobre un tronco o por el lecho, dependiendo del tiempo y caudal de agua llevara. Y de ahí, salvado el cruce del estero, por entre medio de las vegas para subir hacia el inicio de la calle José Joaquín Prieto y alcanzar el plan; y luego dirigir sus pasos al destino de sus clientes, repartiendo la ropa de uno y otros.
Lavanderas de mi pueblo
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