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Museo de Pichilemu
Cultura y tradiciones de nuestro balneario de Pichilemu
Personaje en extinción es El Barquillero, el que recorría la playa ofreciendo su mercancía en un atractivo tambor metálico -donde algunos- tenían en su tapa ruleta.
Su producto, eran los barquillos. Unos tubos de masa delgada de unos 12 centímetros de largo, muy frágiles cuyos ingredientes eran harina, agua, azúcar que se horneaba en una plancha y que, antes que se endureciera su masa, se envolvía en un cilindro de madera para darle su forma y, en escasos segundos estaba listo para consumir. Era un alimento agradable y en la playa eran infaltables.
Hasta el día de hoy venden barquillos en las playas, pero el barquillero -ese que conocimos ni su reluciente tarro- ya no se ve. Hoy ofrecen barquillos y cuchuflíes, una derivación del primero, más angosto, con los mismos ingredientes y sabor, pero más firmes y que van rellenos de manjar. ¡Ricos, exquisitos!, pero el recuerdo nos lleva a Juan González Tapia al que cariñosamente le decíamos Juanito, aunque también tenía su apelativo, como la gran mayoría de los pichileminos.
Juanito era un personaje que en su momento hacía los barquillos, solo. Pero, cuando se casó con la que pasó a ser su esposa -Aída- fue ella la que se encargó de esa tarea, muy cerca de nuestra casa, a menos de cien metros, pues ocupábamos un atajo para llegar a través de un bosque de eucaliptus, para ir con nuestras monedas a comprar barquillos. Y cuando no había monedas, íbamos igual para jugar con su hijo Aldo e igual comíamos barquillos, de aquellos que se quebraban y ella guardaba para el consumo interno.
La señora Aída fabricaba los barquillos, Juanito cargaba con mucho cuidado su tambor y partía vendiendo por O’Higgins, seguía por Avenida Ortúzar, bajaba a la playa y caminaba hasta la Terraza y zona de carpas donde estaban sus mejores clientes. Esto ocurría durante el verano, todos los días alrededor de las 11 AM. Horas antes, Juanito, en los años ’50 y ’60 cumplía otra función: Era el “carpero” (*).
Llegando a esa zona, Juanito permanecía ahí hasta que, en un par de horas a lo más, vendía toda la carga y de ahí se devolvía a casa a buscar una nueva carga -ya lista- y aprovechaba de almorzar; para enseguida devolverse y así vender en el camino y playa, haciendo esa rutina unas dos veces en la tarde, para quedarse hasta las 19 horas para “desarmar” las decenas de carpas a su cargo. Y volver a armar al día siguiente.
(*): En otras palabras, era la persona que armaba y desarmaba -diariamente- las carpas de los veraneantes que tenían Carpas para usarlas en la playa como (des) vestidores y protegerse de los vientos; pero ese es otro tema que lo desarrollaremos en una próxima entrega, donde cuya función fueron desarrollando otras personas tras la partida de “Juanito”.
Desde los tiempos más antiguos, negocios que tuvieran de todo, se le llamaba “pulpería” -como las que funcionaban en las Oficinas Salitreras- donde había “de un cuanto hay”, como en los actuales supermercados. Claro a menor escala, pero era posible encontrar de todo para el hogar y faenas laborales.
Si nos remontamos más al pasado, eran como aquellos vendedores que recorrían pueblo por pueblo en su caballo y mulares cargados con mercaderías. O, como aquellos vendedores en carromatos de las películas.
Pero, ya en proceso de asentamiento humano y urbano -en nuestra comuna- los primeros locales que se recuerdan de antaño son el Almacén de don Lorenzo Arraño (“El almacén de mi tío Lorenzo”, novela corta del sacerdote jesuita pichilemino, Alberto Arraño Acevedo). Funcionaba en la esquina nor-oriente de Avenida Ortúzar con O’Higgins, donde luego funcionó la Residencial “Buenos Aires”.
En un paréntesis, recordaremos a “Don Leuta” (Eleuterio) cuyos apellidos no logramos hasta ahora. Y don Tomás Aquino “Quino” Cornejo (hermano de la señora Dolores “Lolo”, Evarista, y don Agustín “Cuchito”), quienes también eran comerciantes ambulantes que -con sus alforjas con mercaderías a sus espaldas- recorrían a pie las calles del pueblo ofreciendo sus productos.
Otra pulpería mayor, estaba situada en Av. La Concepción N°75, frente a las casas patronales de la Hacienda San Antonio. Se trataba de la Pulpería de don Serafín López y Clemencia Galarce; negocio que -a la muerte de ellos- siguió trabajando -como “Almacén”- uno de sus hijos: Waldo López Galarce, lo que hizo hasta la mitad de los años ’60, cuando emigró a San Bernardo junto a su familia.
Una muchachita del barrio “El Bajo” muchas veces fue a comprar -enviada por sus padres- y al hacer recuerdos, nos señaló: “Lo más impresionante para mí, a mi corta edad, eran sus grandes estanterías hasta el techo, llenas de mercaderías, pero perfectamente ordenadas. En un lugar los géneros, zapatos, ollas, herramientas, abarrotes, cigarrillos, cosas de costuras: hilos, agujas, etcétera. Cereales por kilos, harinilla, maíz, trigo. Cajones de azúcar, hierba mate, tambores de aceite. Era muy lindo. Y, como no mencionar las hileras de frascos de vidrios llenos de dulces, caramelos, pastillas Pololeo, calugas. Y estaba don Waldo, la señora Clemencia ya de edad y muy enojona con su bastón. Recuerdo haber visto a uno o dos chiquillos dependientes. Miguel Lizana y otro más, pero no me recuerdo de su nombre …”.
La señora Susana Morales de Guajardo fue dueña de otro surtido Almacén “El Sol” en Av. Ortúzar esquina de la actual calle Primer Centenario. Paralelamente, era dueña del Hotel Comercio que seguía a continuación de su propiedad (hoy se han habilitado locales comerciales, en tanto desapareció el Hotel y Residencial que continuó por unos años a cargo de una de sus hijas).
En la calle Arturo Prat (actual Primer Centenario), en la propiedad de la familia Navarro, donde funcionaba la Residencial “El Peral”, en el local a la calle funcionó el Emporio “San Enrique” de doña Marina López Galarce. Años más tarde, se trasladó a un local más amplio a la calle Chacabuco (actual Dionisio Acevedo), casi al llegar a la calle Santa María.
En el sector El Llano, por varias décadas, funcionó el Almacén del matrimonio de don Mariano Fuenzalida Márquez y Norberta López Galarce, en la esquina sur-poniente de la calle Manuel Bulnes y José Joaquín Prieto.
Otros negocios que se recuerdan por su gran surtido de mercaderías son Almacén “La Ligua” del matrimonio de Carlos Catalán y Vitalia López Galarce; en la calle Aníbal Pinto, donde hoy se emplaza un moderno Salón de Té frente a una Zapatería y Galería Comercial.
En la misma calle, en la esquina con la calle Ángel Gaete funcionó una Quinta de Recreo (*1) y un surtido Almacén, ambos del matrimonio de Alejandro Leiva y Ernestina Becerra. Al enviudar, Leiva Pozo se casó en segundas nupcias con Eliana Urzúa Quezada. El Almacén funcionó por un tiempo en donde hoy está el Café “Estación”, a la par que, la Quinta de Recreo desapareció para dar espacio al Hotel (*2).
(*1) y (*2): Tanto la Quinta de Recreo “El Rancho”, como el Hotel “Claris” será tratado en una futura entrega.
Nota: Lo anterior, no significa que estos locales y establecimientos fueron los únicos. Muy por el contrario, a la par que unos fueron cerrando sus puertas, o transformando en otros giros, fueron surgiendo otros que tendrán su mención más adelante.
La fotografía es, sin duda, uno de los inventos más apreciados y al alcance de todos, en especial con la masificación e incorporación de ésta, a los teléfonos inteligentes. Y porque permite guardar, inmortalizar para el recuerdo, posteridad, hechos, momentos memorables de todos los ámbitos y áreas, convirtiéndose en valiosos testimonios del pasado.
De hecho, es una de las razones por la cual los fotógrafos han visto mermado sus servicios, especialmente en la playa, no así en las ceremonias, donde aún se confía más en el trabajo profesional, para dejar reflejado para la posteridad, un recuerdo de momentos importantes.
En nuestro territorio comunal, desde los primeros años del balneario empezaron a llegar fotógrafos de ciudades cercanas a trabajar en época estival principalmente. Y, también, para determinadas fechas, como las festividades de San Andrés en Ciruelos, las Primeras Comuniones. Y ceremonias de matrimonios donde se contrataban los servicios de un profesional conocido.
Se conoce que, Luis -hijo del impulsor del balneario, don Agustín Ross- era un aficionado y entusiasta de la fotografía que llegó a tener un Taller Fotográfico en el Torreón de lo que fue las instalaciones del Lawn Tennis.
En tanto, los primeros fotógrafos pichileminos fueron don Lineo Vargas, Luis González. De hecho, tenemos una foto donde aparecen junto a sus cámaras de cajón junto a otro de los fotógrafos de entonces, Pantaleón Valdés que llegaba cada verano a Pichilemu.
Entre muchos fotógrafos que se van integrando y haciendo asiduos al balneario pichilemino, están Foto Rojas (Javier Rojas y sus hijos Javier y Lindorfo), Foto Morales, Foto Carreño (Luis Carreño Torres e Ismael Becerra Gaete), Foto Pérez (Leopoldo Pérez), Foto Génova (Carlos Correa Polanco), Foto Salas (Juan Antonio Salas Arenas, sus hijos José y Francisco Salas, más Jorge Carreño Torres y José Pardo Ruz), Foto Palma (Ismael y Max Palma), Foto Gómez (Humberto Gómez ), Foto Véliz (Gustavo Véliz), Foto Edwin (Edwin Belmar e hijo Andrés), Foto Escudero (Jorge Escudero), Francisco Cáceres Vargas (quien posteriormente estudió Teología, entre otras asignaturas, y fue ordenado sacerdote). Asimismo, Foto Fergo (Fernando González Ríos), Foto Muñoz (Patricio Muñoz), Foto Madrid (Manuel Muñoz Jorquera), Guillermo Córdova Carreño, los hermanos Mario, Manuel, Camilo, Toribio y el Nene Jorquera Vargas), Hernán Silva Bozo, Francisco Manuel Becerra Menares, Carlos “Trulenco y/o Carloncho” González Vargas, Luis Arenas Muñoz, Juan Ángel Vargas, Fernando Jorquera Vargas, Foto Kinder (Luis Padilla), Luis Llantén, Leopoldo Lizana González, Mario Galáz Cáceres, los hermanos Edgardo, Juan, Mario y Feliciano Jorquera Urzúa, Foto René (René Aguilar y su esposa Ana Fernández). También, Lucía González Soto, Javier Carreño, Julio López, Carlos “Pitio” González Vargas, Patricio Muñoz Cornejo, José del Carmen “Carmelo” Piña Pino.
Como dato al margen, hay que señalar que una gran cantidad de estos fotógrafos pichileminos, son de Pueblo de Viudas. Es más, si sacamos porcentualmente la cantidad de habitantes de ese sector y la cantidad de fotógrafos que eran de ahí, es posible que, si postulan al Record Güiness, se lo habrían ganado. A ese extremo …
¿A quién no le gustan los helados? Hoy en día se fabrican hasta “helados veganos”, sin azúcar, sin lactosa. ¡En fin, para todos los gustos!
Más aún, se consumen durante todo el año con una amplia variedad de sabores en el mercado. Incluso, según sea el lugar en donde esté ubicada la heladería, como en San Pedro de Atacama, donde vimos una amplia carta de helados, algunos de los cuales probamos …
Si hasta un dicho hay desde que tenemos memoria: “Se (me) hacen agua los helados …”, claro que, generalmente se aplica con otra connotación …
Volvamos a comer helados. En nuestra comuna, éstos aparecían cada 30 de noviembre en la festividad de “San Andrés Apóstol” a través de comerciantes de otras ciudades. Y, hacia los finales de los años ’40, llega un comerciante -que tras aparecer cada 30 de noviembre por Pichilemu- decide establecerse. Don Guillermo Hernández Castro, de la localidad de Alcones (Marchigue) se instala en el popular sector de El Bajo, ahí en la calle Camilo Henríquez. Llegó a tener una propiedad donde tenía Almacén (Tropezón) y Residencial (Argentina).
Y, como si fuera poco, para entretenerse preparaba helados artesanales que, salía a vender él mismo junto a un carro por las calles. Y, cuando sus hijos varones estaban más grandes, ayudaban en esa tarea. Y, como el hielo era fundamental para mantener refrigerados alimentos y bebidas, se constituyó en distribuidor de Hielo, el que le era despachado por una fábrica y se lo enviaba vía ferrocarril.
Casi en esos mismos años, había empezado Luis Pavez Ortiz. Y, el año ’51, desde Santiago aparece otro comerciante que junto con instalarse con la primera Fuente de Soda y con franquicia de Café Caribe, y, adicionalmente con helados, preparados en forma exclusiva para sus clientes.
Fue Luis Pavez Ortíz quien, con ese rubro se consolidó con maquinaria más moderna en el local ubicado en la esquina de Aníbal Pinto esquina de Ángel Gaete (donde hoy está la Amasandería “La Lela”).
Después de un tiempo allí, se cambió a un local más grande, en la esquina de Avenida Ortúzar con Aníbal Pinto (donde hoy está el edificio “Fernando Pavez”); hasta trasladarse definitivamente hasta Ángel Gaete donde -paralelamente- construía una Residencial (“San Luis”) que trabajaba su esposa María Morales, y local para su Fábrica de Helados, con varios sabores a granel (barquillos) y otras líneas, tanto de agua como de leche, cremas y chocolates.
Llegó a tener a decenas de niños que salían a vender a la playa y calles del pueblo; hasta que -en los años ’80- se dedicó junto a su esposa e hijos a trabajar exclusivamente su residencial, la que hoy trabaja su única hija, aparte que su hijo mayor construyó un hotel.
Y, para no ser injusto, debemos agregar un cuarto heladero: Camilo González González, quien por años se dedicó a fabricar helados, hasta derivar al rubro abarrotes. Y finalmente, terminado este negocio en los años ’70, abrió un Taller de Mueblería el que aún trabaja en el sector de Infiernillo.
Fue cochero, futbolista, administrador, vulcanizador, mecánico y taxista. Y -como si fuera poco- en sus tiempos libres se arrancaba nada menos que a remar, ofreciéndose gratuitamente a los pescadores cuando entrar al mar era toda una odisea. Todo ello, escondido de sus padres, quienes le tenían prohibido navegar porque no sabía nadar.
Estamos hablando de Sergio Pacheco Arzola, uno de los hijos del matrimonio Pacheco Arzola. Nació en febrero de 1922. Se casó ya maduro con Marta Urzúa Quezada con la cual tuvo siete hijos. Dos mujeres y cinco varones.
A muy temprana edad se inició en el trabajo en la empresa familiar de carruajes, junto a sus hermanos en el servicio turístico en temporada veraniega. Tras un paréntesis para cumplir con el servicio militar, ingresa a trabajar en la Hacienda San Antonio de Petrel, propiedad en esos años del Dr. Eugenio Suárez Herreros, ganándose rápidamente su confianza llegando a desempeñarse en corto tiempo como Llavero responsable de la planta ubicada en Los Robles, que era el centro de operaciones más importante de esa extensa Hacienda, de alta actividad y productividad de muchos productos agrícolas y ganadera de la zona.
Pese a estar bien conceptuado, Sergio Pacheco decide hacia finales de los ’50 instalarse en Pichilemu -en la propiedad de sus padres, en Ángel Gaete, a pasos del edificio municipal- con un Taller de Vulcanización. Y es el propio dueño de la Hacienda quien lo alienta y respalda en ese paso, que fue muy auspicioso por cuanto no existía ese servicio -sobre todo en verano- y era común -como lo sigue haciendo hasta el día de hoy, la ocurrencia de “pinchazos”. Más adelante agregó el servicio de carga de baterías, de mecánica y de taxi al adquirir un automóvil.
Primero fue un Pontiac, año 1947, de dos puertas, de color gris, para pasar años más tarde a un Chevrolet del año ’51 de cuatro puertas, negro, el que trabajó hasta finales de los años ’70, donde lo fotografiamos junto a coches y carretones, a la espera de la llegada del tren.
Este auto, lo trabajó durante tres años consecutivos -de los 15 a los 18 años- su sobrino Manuel Pacheco Vargas, quien de esa manera -por una parte- permitía a su tío Sergio dedicarse más fuertemente a la vulcanización y a la mecánica. Y, él, a su vez, ayudarse en sus estudios en el Liceo de San Fernando. Esa experiencia y peripecias -sobre ruedas- ya la publicaremos próximamente.
En tanto don Sergio, seguía trabajándolo en el resto del año, de llamado, pues en el Taller de Vulcanización y Mecánica siempre había algo que hacer o seguir sacando “pannes”.
Don Sergio, trasladaría su Taller junto a su hogar en José Joaquín Aguirre esquina de Manuel Rodríguez, donde sus hijos siguieron adelante con el Taller, el que fue agregando a sus hijos Bruno -el mayor- y a dos más, entre ellos Héctor Luis, quien se quedó con la Vulcanización hasta hoy y donde, junto con atender solícitamente a su vasta clientela, se da el tiempo para dedicarse a la pintura con originales obras (con los clavos que saca de los neumáticos. Ver Nota aparte dedicada en categoría Cultura).